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Como tantas otras ciudades mediterráneas, ya sea la, por tantas razones, ruinosa Atenas, la sofisticada Barcelona o la inquietante Argel, Cartagena tiene ese aspecto polvoriento, caótico y asombrosamente luminoso que la convierten en un paraíso abierto al mundo. Algo especial que la hace singular y universal a la vez. En la provincia de Murcia, para desesperación de cartageneros, pero de espaldas a la huerta y a la vega del Segura, Cartagena ha sido puerta del Mediterráneo y llave de culturas y civilizaciones, fenicios, cartagineses, que le dan su nombre, romanos, árabes ... españoles al fin, se funden para dar a esta ciudad un brillo especial, un carácter propio de forma que las carnicerías Halal o la presencia militar, que nos resultan extrañas en otros sitios es aquí normal. .
Asuntos que no vienen al caso me llevaron a esta bella bahía, puerto natural aprovechado durante milenios por flotas tan variadas como las de las viejas civilizaciones mediterráneas ya citadas, la VI de los gringos o, por supuesto, la Armada española, donde tienen su base los modernos submarinos, que velan nuestros sueños desde las más ocultas simas, hijos de aquel primer sumergible diseñado por Isaac Peral que, pieza única en el mundo, adorna el paseo marítimo de Cartagena, cerca del renovado y muy recomendable, ARQUA, o Museo de Arqueología Subaquática, cuyos científicos han reconocido y valorado recientemente las monedas expoliadas por el barco pirata Odyssey procedentes de un galeón español hundido hace 200 años.
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Cartagena es un lugar para ver y disfrutar, para pasear y ser parte de la historia que te envuelve.
Manolo Hugué fue un escultor un escultor catalán nacido en Barcelona en 1872 y fallecido en 1945 en Caldas de Montbui. Vivió una infancia llena de extrañas vicisitudes en ambientes sórdidos, alejado de un padre militar, al que no conoció y de una madre que le cuidó con esmero y cariño pero de forma claramente improcedente dados los resultados y el estado de asilvestramiento en que vivió.
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Las peripecias de su adolescencia y juventud le llevaron, buscando saciar su hambre, a París y a otros lugares de Francia, como Honfleur, donde conoció a los artistas vanguardistas de la época comenzando una larga amistad con Picasso o con Juan Gris, entre los españoles y con Jean Moréas, su protector, mecenas e ídolo artístico entre muchos franceses que le encaminaron hacia el mundo de la creación artística y hacia la lectura de los clásicos.
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Allí descubrió sus aptitudes para la pintura y la escultura e incluso para la poesía, y se labró un futuro en el que nunca renunció ni a sus orígenes ni a sus "maneras" de cultivarse de las que se sintió siempre orgulloso, sin duda, con razón.
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Josep Pla lo conoció en París y le entrevistó, años después, en 1928 cuando se había ya establecido en Cèret, en el Rosellón, al sur de Francia y era ya una figura de la escultura a ambos lados de los Pirineos.
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Este libro, Vida de Manolo, editado por Libros del Asteroide, es, a decir de muchos, incluido el propio Pla, su mejor libro. Fue escrito tras varias jornadas, de charla, para nada una entrevista formal, en la que se desgranaban acontecimientos banales, opiniones artísticas, peripecias vitales y todo un repertorio de hechos trágicos y cómicos que configuraron la vida de Manolo y a partir de la cual va dando sus opiniones sobre casi todo con una franqueza y heterodoxia poco común fruto de un aprendizaje adquirido, digamos, sin cursilería alguna, en la escuela de la vida.
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En definitiva, una delicia literaria, en mi opinión inferior a Viaje en autobús, pero que hace pensar, reír y aprender disfrutando del que fue, quizás, el mejor escritor español del siglo XX.
Clint Eastwood dirige nuevamente una película de calidad, si bien no está a la altura de Gran Torino, Million Dolar Baby o Invictus, en la que narra en dos tiempos históricos diferentes la vida profesional y personal del que fue, quizás con cierta exageración, considerado el hombre más poderoso del mundo, John Edgar Hoover, Director del FBI norteamericano durante 37 años. La película lleva por título el nombre de este personaje: J. Edgar.
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La película muestra dos épocas de la vida de Hoover, al final de su vida cuando uno de sus agentes escribe sus memorias mientras le entrevista, lo que es motivo para un regreso al pasado en que Hoover cuenta su visión de la historia sobre acontecimientos históricos de la vida americana del siglo XX, como el conato revolucionario de 1919, el gansterismo de los años 30 o el secuestro del hijo del aviador Lindberg, cuya resolución fue obra del FBI. O cómo fue esta agencia además pionera en el archivo sistemático de las huellas dactilares, en el desarrollo de la policía científica o en la implantación de la contrainteligencia como disciplina de seguridad.
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La película muestra además los rasgos más característicos de este ambicioso y egocéntrico hombre que, a base de exigencia, influencias y trabajo fue capaz de convertir una pequeña oficina judicial en una de las principales agencias de seguridad de los EEUU.
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A Hoover se nos presenta como un hombre solitario, despótico y resolutivo. Influenciado por su madre y con unas tendencias homosexuales que nunca se pudieron demostrar en la vida real.
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Una película muy bien ambientada, con un Leonardo di Caprio que trabaja a gran altura, con una caracterización excelente y que es un buen repaso a la reciente historia americana en la que se presentan por igual luces y sombras de este hombre excepcional y polémico que fue J. Edgar Hoover.
Nominado (¡qué poco me gusta este neologismo!), o sea seleccionado para recibir, entre otros, 3 premios BAFTA, británicos y 5 premios de la Academia norteamericana, o sea, Oscar, la película Los descendientes, basada en una novela, que lleva el mismo título, de Kaui Hart Hemmings, y dirigida por Alexander Payne apunta muy alto en la escena cinematográfica actual y no sólo por unas dirección e interpretaciones magistrales, o por una fotografía brillante que nos hace desear visitar Hawaii a cada instante. Apunta alto, sobre todo, porque pone sobre la pantalla, en una acción real, cotidiana, casi costumbrista, los valores y miserias de personas como Vd. y como yo; porque sus personajes no son buenos o malos, sino todo lo contrario. Porque uno acaba saliendo de la sala formando parte de esa rota familia y entendiendo las razones de cada uno.
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George Clooney representa el papel, de manera excelente, de un padre cuya vida, centrada en el trabajo cambia de forma radical por un grave accidente de su mujer. Este hecho, con final trágico, le hace descubrir muchas cosas que había tenido hasta entonces muy cerca sin percatarse de ello: dos hijas, mucho dinero, poco tiempo y un par de cuernos.
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La forma brusca de hacerse cargo de su nueva realidad le lleva a descubrir el valor de sus hijas, de la familia, del perdón, de la paz interior cuando se perdona y se comparte el dolor, como pasa en la genial escena final, con la familia, quizás por primera vez unida, aunque incompleta, en un sofá y bajo una manta amarilla.
El señor (es un decir) Baltasar Garzón ha sido condenado a 11 años de inhabilitación como juez por la primera de las tres causas que tiene abiertas. Esta noticia que ha fagocitado la actualidad en España es un síntoma de que la justicia es, más o menos, independiente y que es capaz de dictar sentencias frente a las burdas manipulaciones de la prensa y de la calle dirigidas por cierta izquierda ramplona y decimonónica.
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A su vez el hecho de que un juez haya podido realizar escuchas ilegales a los abogados defensores durante la instrucción de la causa que llevaba entre manos es un síntoma de que los procedimientos ilegales y perturbadoramente totalitarios son posibles en España en el siglo XXI y que tiene defensores, a lo que se ve, entre una parte de la prensa y de la sociedad.
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El hecho de que antes, durante y después de la sentencia una turba desinformada y manipulada por la izquierda más radical de España se haya manifestado y haya insultado gravemente al tribunal que juzgó al ex-juez Garzón, que, recordemos, fue admitido por el encausado tras haber recusado a seis miembros anteriores, es un síntoma de que el totalitarismo se puede hacer con el protagonismo en las calles a pesar de su nulo peso político y de los absurdo de sus pretensiones.
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Todavía quedan dos causas abiertas contra Garzón por los casos de la Memoria Histórica y por el pago de unos cursos por parte de quien estaba bajo la jurisdicción de este juez. Todavía veremos cómo la prensa desinforma y yerra el tiro de forma voluntaria y complaciente con los tics totalitarios que creíamos superados. Nos queda por ver algaradas callejeras protagonizados por quienes nada aportan a la sociedad. Y es que en España la línea que separa la Justicia del totalitarismo es a veces muy difusa. Demasiado difusa.
Tengo la fortuna de contar con amigos generosos y espléndidos que me invitan a comer en lugares interesantes. Gracias a ello pude conocer y disfrutar de un restaurante muy especial y acogedor de Madrid. Se trata de La cocina de María Luisa, en la calle Jorge Juan, en pleno Barrio de Salamanca.
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María Luisa, alma máter de este coqueto restaurante pasa de los fogones a las mesas para interesarse personalmente por la satisfacción de sus comensales. Soriana de nacimiento, profesora, ex-diputada en el Congreso, abandonó Navaleno, Soria, para afincarse en Madrid y traernos las delicias de su tierra, cercana al Rio Lobos.
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Este restaurante tiene varias especialidades que lo hacen diferente. La caza, los "caprichos micológicos", es decir setas y, el plato estrella de la casa, las manitas de cerdo rellenas. Entre las primeras, y quien esto escribe es un verdadero profano en la materia, las trufas negras de Soria imperan en algunos platos, como en el delicioso revuelto, que combina el sabor intenso de la trufa con el dulce de algún misterioso ingrediente. Además se ofrecen boletus y otras setas de temporada, todas ellas deliciosas.
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La segunda especialidad son las las manitas de cerdo, y estas son un asunto aparte. Receta materna llevada, con mimo y amor filial, al grado de arte. La manita deshuesada se rellena de carne picada y trufa negra de Soria y es cocinada haciendo una sabrosa y consistente salsa. El resultado es absolutamente delicioso y merece la pena.
La danesa Susanne Bier recibió su primer y merecido Oscar a la película de habla no inglesa de 2011 y el Globo de oro en la misma modalidad por esta gran película titulada En un mundo mejor, pero que en su versión original se llama Venganza.
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En ella se ponen en juego varias historias entrecruzadas, entre dos continentes, que acaban uniéndose de maneras diversas. Hay tres historias gemelas de injusticia, violencia y maldad encarnados por un señor de la guerra africano, un matón de colegio y un brutal y zafio mecánico, ambos daneses.
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Dos matrimonios rotos, uno por la muerte de la esposa y otro por un largo proceso de separación, marcan las vidas de dos niños desarraigados, representados por dos impresionantes actores de poco más de 12 años, uno marcado por el resentimiento y el odio y el otro por la bondad y la introspección. Ambos buscan a toda costa modelos de actuación en sus familias que, al verse defraudados, se lanzan a una alocada pesquisa en pos de la solución a sus problemas lo que les lleva a la búsqueda de la justicia por difíciles vericuetos, algunos de ellos trágicos.
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Pero es al final el arrepentimiento, a través de la humildad y el perdón, y el regreso a los "puertos seguros" de nuestras vidas, como el reencuentro con un padre odiado y perdonado, o el regreso al consuelo de una esposa atormentada, lo que da una dimensión humana, una tensión emocional y un valor moral profundo y trascendente a esta gran cinta que es toda una lección de vida.
Hace más de diez años alguien me recomendó la visita al Museo Cerralbo, situado en un palacete de la calle Ventura Rodríguez de Madrid. He tardado en hacer caso a la recomendación pero ha merecido la pena ver esta pequeña joya que reabrió sus puertas hace poco más de un año.
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Durante la Guerra Civil, y gracias a la actividad protectora de un grupo de madrileños preocupados por salvar el patrimonio artístico, como contaba uno de ellos, el Arquitecto Chueca Goitia, en el nº 21 de la revista Cuenta y Razón, el Museo Cerralbo y su contenido se salvó de la destrucción, a pesar de haber estado casi en pleno frente, gracias a la obra de refuerzo del sótano y a la ocultación en él de todas sus obras, salvo de un Greco, que se fue a Ginebra con otras valiosas obras del Museo del Prado.
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En este Museo se muestra la colección privada de pintura, escultura, armas, joyas y otros objetos decorativos y suntuarios, que pertenecieron al Marqués de Cerralbo, Grande de España, que a su fallecimiento en 1922 legó al Estado tanto su impresionante colección y su vivienda, sede del Museo, como su colección de piezas arqueológicas que legó al Museo Arqueológico Nacional.
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Fue el Marqués de Cerralbo hombre ilustrado, arqueólogo, viajero y coleccionista. Su lealtad a la Causa de la Tradición queda patente en la muestra que incluye varios retratos y regalos dedicados por Carlos VII y su hijo Jaime, incluso desde sus exilios veneciano y austríaco.
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Entre las obras, se aprecian curiosas piezas decorativas, como unas monumentales lámparas de Murano o un reloj "misterioso" de péndulo cónico, que se ve el fondo de la sala de baile en la foto, con una estatua de bronce y mármol negro que representa a una mujer joven. Muebles, incluyendo varios magníficos bargueños, tapices y porcelana complementan al edificio, que es ya de por sí una obra de arte. Pero es la pintura albergada en este Museo es, quizás lo más valioso de la muestra. Aquí se pueden ver obras de Goya, El Greco o una Inmaculada de Zurbarán, además de pinturas de autores como Verones, Tintoretto, Van Dick, Ribera. Una verdadera delicia para los sentidos. En el centro de Madrid, hay una joya escondida que está esperando su visita.
Con motivo de la reciente visita al Museo del Prado para disfrutar de la exposición "El Hermitage en el Prado", y al final del recorrido, se puede visitar, como brillante colofón, una exposición, o instalación, explicativa sobre las labores de restauración del cuadro "El vino de la fiesta de San Martín", que se creía perdido pero que fue identificado y comprado por el Museo, a través de Sotheby's, a la familia Medinaceli, en octubre de 2010 por siete millones de euros.
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Durante este proceso de restauración, que incluía una completa radiografía, se pudo dejar definitivamente verificada la fecha de su ejecución, entre 1566 y 1567, y, sobre todo, la autoría, al aparecer la firma de Pieter Bruegel (o Brueghel) el Viejo, certificándose como consecuencia que este es el cuadro de mayor tamaño dentro de la obra conocida de este genio flamenco.
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En esta instalación se muestra el excelente trabajo de investigación y restauración que, con profundo amor y delicadeza, permitió que un grupo de expertos, lederado por Elisa Mora, renovaran y sanearan este cuadro, manteniendo su arte y recuperando el brillo y frescura perdida. Un interesante vídeo, que también se puede ver en la web del Museo, muestra las labores de restauración.
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Actividades como esta debe hacernos a todos sentirnos orgullosos de este Museo, tan inmenso, tan universal y tan español como es el del Prado, al que siempre se ha de volver.
Como sucede, afortunadamente cada vez con mayor frecuencia, el Museo del Prado presenta una exposición monográfica que pone a disposición de sus visitantes obras depositadas en otros museos. Así pasó, entre otros, con Sorolla, Velázquez o Durero en los últimos años. La exposición abierta hasta el próximo 25 de marzo nos trae a Madrid lo mejor de uno de los mejores, y seguramente el más grande, del mundo. Bajo el título "El Hermitage en el Prado" se ponen a disposición de los visitantes del Prado las joyas del principal museo ruso situado en varios palacios del monumental San Petersburgo.
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La organización de la exposición, la espaciada colocación temática más que cronológica, la excelente iluminación que adquiere el carácter de arte en las pequeñas piezas de orfebrería hacen que esta exposición sea no sólo excelente, como suele ser, sino además muy atractiva y diferente a la mayoría de las que han pasado últimamente por aquí.
.Este Museo no es el equivalente al Pardo ya que además de pinacoteca es museo de artes decorativas, escultura o arqueología, como bien se nos explica en la nueva Revista Ambos Mundos. Por ello la exposición que se puede visitar en el Pardo incluye esculturas de Bernini o de Canova, una fabulosa colección de joyas de oro de los nómadas escitas, del siglo V a. C., delicadas piezas de Fabergé, o un uniforme del Zar Nicolás I. Aún así el gran peso de la exposición se lo lleva la pintura, donde se pueden ver obras de El Greco, Rembrandt, Velázquez, Caravaggio o Durero, entre los clásicos, y Picasso, Monet, Matisse o Kandisky entre los modernos.
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Es una gran ocasión que, si tienen la oportunidad, no se pueden perder.