Que el perro haya sido uno de los primeros animales domesticados por el hombre para su utilización, en la caza o en la protección de sus propiedades es algo sabido. Goya hace 200 años nos dejó esta hermosa muestra que ven a un lado. El paso de este empleo del perro en fines, digamos nobles, al uso del perro como "animal de compañía" o como sucedáneo del hijo al que no se soportaría, es más reciente y, se me antoja de origen británico. Es una moda extendida en España y que alcanza niveles risibles y de insoportable contemplación.
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Pero déjenme comenzar este breve comentario con una declaración personal: "Me gustan tanto los animales que no soportaría tener uno en mi casa". Dicho esto para evitar malentendidos e interpretaciones sesgadas paso a comentarles algo que me pasó esta mañana.
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Hoy, tras recoger de correos un libro, cuya glosa aparecerá aquí en breve, y reírme muy a gusto de lo que leía en las primeras páginas en la cola de un cajero automático, fui interrumpido por un joven de aspecto inquietante, sobre todo para él, supongo, que preguntaba quién era el último, a pesar de lo evidente de que era yo, ya que nadie más había tras una claramente identificable fila de tres personas ante el artefacto bancario. Esto no pasaría de algo cotidiano y banal sino fuera porque llevaba de una correa un perro lanudo, blanco, feo y mal encarado que ladraba a un niño de tez morena que esperaba allí. Su dueño, tras una gafas de sol enormes le gritaba "Cállate, Másgüel" (seguramente su dueño lo escribe Maxwel, así, con errores de spelling), orden a la que el chucho hizo caso omiso. Le miré en escorzo y vi que vestía calzoncillos de cuadros, varias pulseras y un collar como de pequeños macarrones multicolores a juego con la blackberry que golpeaba con frenesí. Me fui tras dejar patente mi esclavitud al sistema bancario que nos aherroja, a Másgüel ladrando de forma que incitaba a la violencia y a aquel pequeño sonriente.
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Tomé un café en un bar cercano y una simpática, eficiente (y mometáneamente agobiada) camarera sudamericana me servía mientras un energúmeno local, con cara de perro, le gritaba diciéndole que o le servían ya o se iba. Lamentablemente no hizo lo segundo e inundó con su torpe presencia el espacio común. Me fui tras agradecer a la camarera su profesionalidad y amabilidad y mirar, con desprecio, a aquel memo de aspecto canino.
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Confiado en regresar a casa para leer en paz mi nuevo libro, me topé con una chica vestida de negro y que llevaba un aparatoso arnés de tela roja que cubría su frontal y parte de su espalda. Alojados en una especie de marsupio textil llevaba dos horribles chihuahuas de imposible tamaño insectil o a los que hacían cucamonas y zalamerías unos individuos de origen local y ante los que corrían en divertido y bullicioso tropel una decena larga de chavales de tez morena y dulce acento iberoamericano.
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Y pensé que, seguramente España es un mal lugar para ser niño y magnífico para ser perro, ante lo que desee salir corriendo a cruzar el charco y buscar un poco de sensatez y felicidad verdadera, donde los perros vaguen por las calles y los niños ocupen el centro de la vida.