Nominado (¡qué poco me gusta este neologismo!), o sea seleccionado para recibir, entre otros, 3 premios BAFTA, británicos y 5 premios de la Academia norteamericana, o sea, Oscar, la película Los descendientes, basada en una novela, que lleva el mismo título, de Kaui Hart Hemmings, y dirigida por Alexander Payne apunta muy alto en la escena cinematográfica actual y no sólo por unas dirección e interpretaciones magistrales, o por una fotografía brillante que nos hace desear visitar Hawaii a cada instante. Apunta alto, sobre todo, porque pone sobre la pantalla, en una acción real, cotidiana, casi costumbrista, los valores y miserias de personas como Vd. y como yo; porque sus personajes no son buenos o malos, sino todo lo contrario. Porque uno acaba saliendo de la sala formando parte de esa rota familia y entendiendo las razones de cada uno.
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George Clooney representa el papel, de manera excelente, de un padre cuya vida, centrada en el trabajo cambia de forma radical por un grave accidente de su mujer. Este hecho, con final trágico, le hace descubrir muchas cosas que había tenido hasta entonces muy cerca sin percatarse de ello: dos hijas, mucho dinero, poco tiempo y un par de cuernos.
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La forma brusca de hacerse cargo de su nueva realidad le lleva a descubrir el valor de sus hijas, de la familia, del perdón, de la paz interior cuando se perdona y se comparte el dolor, como pasa en la genial escena final, con la familia, quizás por primera vez unida, aunque incompleta, en un sofá y bajo una manta amarilla.
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George Clooney representa el papel, de manera excelente, de un padre cuya vida, centrada en el trabajo cambia de forma radical por un grave accidente de su mujer. Este hecho, con final trágico, le hace descubrir muchas cosas que había tenido hasta entonces muy cerca sin percatarse de ello: dos hijas, mucho dinero, poco tiempo y un par de cuernos.
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La forma brusca de hacerse cargo de su nueva realidad le lleva a descubrir el valor de sus hijas, de la familia, del perdón, de la paz interior cuando se perdona y se comparte el dolor, como pasa en la genial escena final, con la familia, quizás por primera vez unida, aunque incompleta, en un sofá y bajo una manta amarilla.
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