Ciertas actividades profesionales que no viene al caso comentar, me llevaron a pasar unos días en Baviera. Allí, al sur de Alemania y en una zona casi fronteriza con Austria, pasé unos días diferentes, de vida tranquila, comida sana, lecturas reconfortantes y algo de ejercicio físico. Fueron casi unos ejercicios espirituales previos al Pentecostés.
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En los ratos libres tuve la inmensa suerte de poder pasear por el campo, a la vera de un rio de montaña, el Ammer, flanqueado por praderas en pendiente que, a medida que se cubrían de abetos, acababan convirtiéndose en las altas montañas de los Alpes Bávaros, aún nevadas en sus cumbres. Como banda sonora, se oían las esquilas del ganado y los trinos de los pájaros, dejando paso, ya al atardecer, al inconfundible e incansable decir del cuco. Una brisa fresca completaba este único paisaje multisensorial, regado, sólo de vez en cuando, por la necesaria lluvia para que la armonía de este rincón del mundo, bendecido por Dios, se mantenga igual.
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En las encrucijadas de los caminos, como muestra de agradecimiento del alegre pueblo bávaro, sitúan unos grandes crucifijos protegidos por un breve tejado de madera, ambos obra de los artesanos locales. Allí, en cada cruce, hay un motivo para orar y para recordar lo poco que somos y lo poco que merecemos esta perfecta obra de arte que tanto recuerda a Galicia con sus cruceiros y sus gentes nobles y amantes de su tierra.
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Es normal que los bávaros sean fieles a la fe de sus padres y se mantengan en permanente alabanza y oración, en su trabajo, en sus vidas y en sus paseos, ante el templo grandioso y bello con que Dios les ha bendecido. Y allá volveré, siempre que pueda, a rezar paseando y pasear rezando.
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