Hace unos meses un presbítero norteamericano, que se decía cristiano, quemaba en público un ejemplar del libro sagrado de los musulmanes, el Corán, con gran campaña publicitaria, tras la que murieron, en diversos lugares, sobre todo en Afganistán, varias decenas de personas a consecuencia de manifestaciones violentas en el mundo islámico. Hace pocas semanas, apareció en internet un vídeo en el que unos Marines orinaban sobre los cadáveres de unos talibanes muertos en Afganistán. Poco después aparecían semiquemados unos coranes en la base americana de Bagram, también en Afganistán. Finalmente hace apenas unos días un Sargento del Ejército americano salía de su base en Afganistán cercana a Kandahar y mataba a sangre fría a 16 personas entre los que había varias mujeres y nueve niños. Hasta aquí los hechos.
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La prensa, personas bienintencionadas y buscadores de explicaciones en general han dicho, sobre este último caso, que el Sargento Robert Bales, casado y padre de dos hijas, estaba ebrio, que tenía stress, que sufría no se qué trastorno, todo lo cual puede ser cierto aunque ni justifica ni explica nada.
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Cuando se recuerda lo sucedido en otros lugares y tiempos, como en Abu Grahib en 2003 en Irak o en My Lai en 1968 en Vietnam, y se juntan con todos estos hechos recientes y muchos más que no aparecen en la prensa y se intenta adivinar qué hay tras esto, más allá de los problemas personales de cada uno, y se tiene en cuenta que en Afganistán, por ejemplo, hay más o menos 130.000 militares occidentales de los que el 60% son norteamericanos pero que no se han dado casos similares en los contingentes de otras naciones, la conclusión es clara. Los Estados Unidos sufren una enfermedad moral y social colectiva.
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La receta de este cóctel es conocida. La incultura generalizada, extrema en las capas más bajas de la sociedad que son quienes nutren las filas de sus Fuerzas Armadas, la prepotencia de saberse superiores, sin, evidentemente, serlo, la falta de respeto por las tradiciones y costumbres de los demás, la cultura de la violencia y de las armas, cuya posesión allí es un derecho, el que un niño americano haya visto a los 15 años hasta 20.000 asesinatos en su televisión y haya practicado varios cientos más en videojuegos, el hedonismo generalizado, el siempre depreciado valor de la vida humana, la separación y prostitución de los valores fundacionales de los EEUU, el racismo latente, el generalizado nulo interés por conocer y entender otras cosas que no sean la llamada "forma de vida americana", que es esa que, como consecuencia de su práctica, hace que cada año nos enteremos de un asesinato en masa en un colegio en el que un "fracasado" de 16 años que, tras tomar prestado el M16 de su padre, ha saldado cuentas con sus compañeros de clase y con el mundo.
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Para ser un imperio hay que tener algo más que dinero. Si no se cuenta con la grandeza de Roma o la fe de España, al final cualquier esfuerzo se convierte en una máquina de generar riqueza y dolor, dividendos y sufrimientos, siempre repartidos de una forma poco equitativa y a los mismos tipos de personas.
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Difícil solución tiene este grave problema que es, además, contagioso y aquí, en España, con sus matices y nuestras peculiaridades va calando poco a poco. Los padres de Marta del Castillo o Sandra Palo lo saben bien.
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La prensa, personas bienintencionadas y buscadores de explicaciones en general han dicho, sobre este último caso, que el Sargento Robert Bales, casado y padre de dos hijas, estaba ebrio, que tenía stress, que sufría no se qué trastorno, todo lo cual puede ser cierto aunque ni justifica ni explica nada.
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Cuando se recuerda lo sucedido en otros lugares y tiempos, como en Abu Grahib en 2003 en Irak o en My Lai en 1968 en Vietnam, y se juntan con todos estos hechos recientes y muchos más que no aparecen en la prensa y se intenta adivinar qué hay tras esto, más allá de los problemas personales de cada uno, y se tiene en cuenta que en Afganistán, por ejemplo, hay más o menos 130.000 militares occidentales de los que el 60% son norteamericanos pero que no se han dado casos similares en los contingentes de otras naciones, la conclusión es clara. Los Estados Unidos sufren una enfermedad moral y social colectiva.
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La receta de este cóctel es conocida. La incultura generalizada, extrema en las capas más bajas de la sociedad que son quienes nutren las filas de sus Fuerzas Armadas, la prepotencia de saberse superiores, sin, evidentemente, serlo, la falta de respeto por las tradiciones y costumbres de los demás, la cultura de la violencia y de las armas, cuya posesión allí es un derecho, el que un niño americano haya visto a los 15 años hasta 20.000 asesinatos en su televisión y haya practicado varios cientos más en videojuegos, el hedonismo generalizado, el siempre depreciado valor de la vida humana, la separación y prostitución de los valores fundacionales de los EEUU, el racismo latente, el generalizado nulo interés por conocer y entender otras cosas que no sean la llamada "forma de vida americana", que es esa que, como consecuencia de su práctica, hace que cada año nos enteremos de un asesinato en masa en un colegio en el que un "fracasado" de 16 años que, tras tomar prestado el M16 de su padre, ha saldado cuentas con sus compañeros de clase y con el mundo.
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Para ser un imperio hay que tener algo más que dinero. Si no se cuenta con la grandeza de Roma o la fe de España, al final cualquier esfuerzo se convierte en una máquina de generar riqueza y dolor, dividendos y sufrimientos, siempre repartidos de una forma poco equitativa y a los mismos tipos de personas.
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Difícil solución tiene este grave problema que es, además, contagioso y aquí, en España, con sus matices y nuestras peculiaridades va calando poco a poco. Los padres de Marta del Castillo o Sandra Palo lo saben bien.
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