José Mª Castroviejo ya pasó por este baluarte con motivo
de dos de sus siempre peculiares libros, en concreto, Memorias
de una tierra y Las tribulaciones del cura
de Noceda. Castroviejo fue un renacentista nacido, como yo, a destiempo. Su
amor a la naturaleza, a la tierra y, más en concreto, a “su tierra”, que es
también la mía, le llevó a centrarse en las cosas eternas y no en lo circunstancial
o lo coyuntural, por eso, su obra se centra en la naturaleza humana y en la
naturaleza lo que le llevó a ser siempre un heterodoxo. Como muestra cabe decir
que políticamente se definía como “anarcocarlista”. Su inconformismo radical le
llevó a refugiarse, junto a su numerosa familia, en Tirán, sobre la Ría de Vigo,
y desde allí, condenado al ostracismo por unos y otros y proscrito por las
editoriales a partir de los años 1970s, ir dejando que la destilación de su
pluma fuera regalándonos, en dosis homeopáticas, joyas como ésta que hoy se
glosa.
.
Supe de Los paisajes
iluminados gracias a Álvaro Cunqueiro, quizás el mejor amigo de
Castroviejo, que afirmaba que en las páginas de este libro se contenía la mejor
prosa española del siglo XX. Difícil de encontrar, me hice con una edición de
la editorial Destino de 1963. Sus 280 páginas nos dejan un poso de belleza, de
amor a Galicia, a su tierra, sus gentes y sus tradiciones, sólo superado por el
cariño que destila hacia sus amigos y hacia la naturaleza en sí. De hecho, pone
en boca de un paisano del valle del Ulla la honda preocupación por el cambio
climático, aunque no le llama así, y sus consecuencias… ¡en 1945!, que fue
cuando se apareció este libro.
.
La lectura de este libro genera una placentera sensación de
tranquilidad, imaginando los húmedos paisajes de Galicia, la navegación por el
Gran Sol durante una galerna, la digna, sabia y humilde conversación con los
paisanos. Y uno no puede evitar cierta morriña y un deseo de volver a la tierra
que le vio nacer, sin necesidad de recurrir a “hechos diferenciales” u otras
imposturas ideológicas.
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