Pasé, como cada año, por Portugal. Las playas del norte, de arena fina y agua fría son ya parte de mis rutinas veraniegas.
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Nuevamente me reencuentro con mi querido vecino con su idioma, su café, su clima, su paisaje, su vino, su alma... una parte mi.
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Entre las visitas que hice este verano con mi familia pasé por Oporto, la capital financiera y portuaria de Portugal, por la que ya había pasado varias veces. El tiempo no acompañaba y eso facilitaba las cosas para disfrutar del hermoso caos portuense, en el que los coches, los tranvías y la gente se disputan el espacio y el tiempo. Alrededor, las casas de diferentes tamaños, colores, alturas y formas se agolpan en las laderas del Duero a punto de convertirse en Océano Atlántico.
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En una plaza céntrica aparece la Igreja do Carmo, que ven en la foto, como una verdadera alegoría del alma lusitana. Cuando la simetría se alza, en todo el mundo, como gesto de soberbia en busca de la perfección, surge Oporto, Portugal entero, con su belleza asimétrica como signo inequívoco y señal de alabanza. Rareza incomprendida. Extraña belleza, que decía Amalia en un fado.
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