Como ya dije en otra lejana ocasión, el autor de El principito, el aviador y escritor francés Antoine de Saint-Exupery, definía a Lisboa como un paraíso luminoso y triste y todo esto es cierto. Y nuevamente lo pude experimentar por enésima (y siempre escasa) ocasión, esta vez gracias a la generosidad de una persona cercana y querida que disfruta de esta ciudad y sus rincones, misterios y gentes, mientras mira como el rio Tejo se hace mar, guarida de Adamastor y camino del Imperio.
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Y allá regresé bien acompañado, con el tiempo tasado y sin otro plan mas que dejarme llevar por nuestro guía olisiponense, por las saudades y la curiosidad de una ciudad lánguida y siempre viva. La Gran Lisboa, valga la redundancia, se abría nuevamente a mi mirada de forma luminosa y triste, bulliciosa, poética y cantarina. Como siempre.
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Paseos sin prisa, edificios que fueron vidas e historias únicas ahora robadas para el paseante, copos de vinho, fados... Lisboa moura y eterna, vaidosa alfacinha, a la que siempre volveré de una u otra forma. Siempre.
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