Pasear por la playa de La Lanzada, abierta al Océano Atlántico entre las rías de Arosa y Pontevedra, es una experiencia única dada la combinación de un sol radiante, la mar inmensa y el agua fría. Fría en términos meridionales, claro.
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El largo paseo ofrece la posibilidad de contemplar el paisaje de la Península del Grove, con su istmo y una costa que conserva aún parte de su encanto natural. Además, hacia el mar se contemplan la isla de Ons y, si no hay bruma, las Cíes. Más cerca, dominando todo, se yergue la ermita de Nª Sra de la Lanzada. Todo ello hace de este lugar algo muy especial al que se quiere regresar cada verano, e incluso cada invierno, cuando este paraíso es feudo exclusivo de las gaviotas.
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Como los seis kilómetros de paseo dan para mucho y soy amigo de pensamientos complejos me puse a cavilar. Mis pensamientos, casi nunca llegan a parte alguna, pero me ayudan a fortalecer las meninges y a luchar contra ese alemán que ya empieza a esconderme las cosas ... Alzhéimer, ese.
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La contemplación de los cientos, quizás miles, de bañistas que compartían conmigo la inmensa playa me llevó a pensar, como hago a veces, sobre quiénes son y cuáles son sus razones, sus angustias, sus vidas y proyectos. Cuando uno, en su vida cotidiana, urbana, va por la calle y se cruza con la gente, determinados signos los delatan. La indumentaria, los coches, los gestos o la misma voz ayudan a hacerse una idea de quiénes son esos que se cruzan, fugazmente, por nuestra vida. En la playa, en cambio, todo es diferente.
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En la playa todos somos iguales, mujeres y hombres, ancianos y niños, altos o bajos, tan sólo contamos con el traje de baño y algunos complementos menores para intentar adivinar quienes son "los otros". Salvo casos muy escasos y llamativos en alguien que, por su algún detalle mínimo, pueda traslucir su condición social o su formación, la inmensa mayoría de los paseantes playeros son iguales e indistinguibles.
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Los trajes de baño de marca, los omnipresentes teléfonos inteligentes o las gafas de sol de diseño ya no significan nada, bien porque están a disposición de todo el mundo o bien porque hay magníficas copias asiáticas que "dan el pego".
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Lo único que nos caracteriza cuando paseamos por la playa es nuestro cuerpo. Una voluminosa panza no significa nada, ahora que los ricos van al gimnasio y los pobres se atiborran de comida basura.
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Un hombre de aspecto tosco y fondón puede ser un Subsecretario de Estado, un torero o un albañil. Exactamente lo mismo pasa con un hombre apuesto y de gestos elegantes. Puede estar agobiado por las deudas o nadar en la abundancia gracias a un esfuerzo continuado, al crimen organizado, o a la política, valga la redundancia...
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Una pareja de jóvenes recién salidos de un anuncio de yogures pasean sus cuerpos bien torneados, bronceados y recios sin que eso deje adivinar nada sobre sus historias o su naturaleza, salvo por su interés en sí mismos como objetos ornamentales.
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Tres amigas que, en animada conversación, muestran generosas sus pechos bailarines pueden ser vecinas bien avenidas, hermanas repartiéndose la herencia o simples amigas que se miran, con envidia, de reojo.
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Al final, la playa nos iguala a todos y somos anónimos en la masa uniformadora. En la playa sólo nos distinguimos por los cortes de pelo, los tatuajes o piercings o las marcas en nuestra piel, ya sean naturales o las que nuestra salud ha precisado en forma de cicatriz.
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La playa se convierte así en un ecualizador social, si me permiten la expresión. En una especie de paraíso socialista (no marxista) en el que la igualdad más absoluta es su principal seña de identidad. Igualdad que se deshace en cuanto nos montamos en nuestros coches y regresamos, cansados, a nuestras casas, donde todo vuelve a ser, para nuestra desgracia, como siempre.
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