Hace ya más de 26 años, antes de casarme, Pablo me dio un cartón de Ducados. Era verano y pasaba unos días de descanso cerca de la familia de la que era entonces mi novia, en un lugar de las Rías Altas gallegas verdaderamente paradisíaco. Tanto, que no vendían tabaco. A las pocas semanas quise devolverle lo que consideré un préstamo y no me aceptó el cartón de cigarrillos negros por dos motivos. El primero porque lo consideraba un regalo. El segundo, y más importante, porque acababa de dejar de fumar y ya no lo iba a necesitar. Esta anécdota sirve como precisa metáfora para rememorar mi relación con Pablo, mi suegro, que acaba de ir a montar guardia a los luceros.
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Mi relación con Pablo ha sido y será, ya para siempre en esta vida, asimétrica ya que he recibido mucho más de lo que yo haya podido darle. Además todo me lo ha dado con desprendimiento y generosidad sin límites. La deuda es grande pero no pesa ya que vive de la dulce relación con una familia maravillosa a la que he aportado cuatro nietos, igualmente maravillosos, mejores, sin duda, que yo.
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Pablo me enseñó, sin proponérselo, algunos de los trucos para ser un buen padre, aunque haya sido su peor alumno. Porque le vi con la naturalidad de un hombre amoroso y firme. Sin rigidez, con tacto y cariño, a su estilo, pero siempre con una comprensión y amor por el hijo que me impactó y que continuó con sus numerosos nietos.
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Pablo me enseñó, sin proponérselo, a amar más a España y a la milicia con su ejemplo callado de trabajo diario, humilde, sin alharacas ni vanidad alguna, pero con pasión, constancia y radicalidad, es decir, yendo, como buen cirujano que era, a la raíz de las cosas.
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Pablo me enseñó, sin proponérselo, a ser mejor cristiano con el ejemplo de su profunda vida interior y de su oración, su amor a la Iglesia de Cristo y el reflejo vivo del Evangelio en su vida privada y profesional.
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Y sobre todo, salvó mi vida por medio de su hija, mi querida esposa, que no sería como es sin la figura paterna de Pablo. A ella le debo todo. Mi vida, mis hijos, mi felicidad, mi fe, mi sosiego... en definitiva el haber conocido el Cielo antes de morir.
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Ese Cielo en el que ahora, Pablo, estás a tus anchas. Te has reencontrado con tus seres queridos, tu padre y maestro, tu hermano José Antonio, que se te adelantó por un mes, Josefina, tu querida suegra, San Josemaría, al que seguro que ya has contado alguno de esos chistes malos que te sabías, y tantos otros. Así, dentro de poco menos de lo que creo, te podré devolver ese cartón de Ducados que aún te debo. Porque estoy seguro de que allí arriba se puede fumar, ¿verdad?
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Mientras tanto aquí quedo, a tus órdenes, mi Coronel, querido Pablo, esperando la orden del Padre Eterno para que nos volvamos a ver.
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