El 25 de marzo, nos reunimos una parte de la familia de mi esposa en Aguadulce, Almería, para celebrar que la Iglesia reconoció las virtudes heroicas de 115 mártires muertos por defender su fe y haber sido martirizados entre 1936 y 1939 por miembros del Frente Popular, en el poder en esa provincia durante el conflicto que asoló España esos años.
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Cerca de cien sacerdotes de diversos pueblos de la Diócesis de Almería fueron asesinados por el mero hecho de ser cristianos y ejercer su ministerio. Junto a ellos, un grupo de laicos fueron también asesinados. Este grupo incluye a una joven de 23 años, la canastera de Tíjola, primera mujer gitana en subir a los altares a quien sus carceleros dejaron morir en la celda pocas semanas antes del final de la guerra.
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Pero lo que reunió a la familia fue la elevación a los altares de Luis Belda Soriano de Montoya, abuelo de mi esposa, abogado del Estado, miembro de la Asociación Católica de Propagandistas y padre de seis hijos, el último de ellos póstumo, asesinado el 15 de agosto de 1936. Entre más de los 50 familiares, algunos venidos desde América, incluía a tres hijas del nuevo beato, una de ellas mi suegra.
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Fue un día verdaderamente emocionante, festivo y memorable que llevaré siempre en mi memoria. Bajo el sol del Mediterráneo, frente al mar una gran cantidad de fieles asistimos a una Eucaristía concelebrada por más de 40 obispos junto al Cardenal Amato, que representaba al Papa Francisco.
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La vida y muerte de Luis Belda ha impregnado e influido el devenir de esta familia. La última vez que el beato vio a su esposa le dijo: "Haz saber que perdono a todos los que me han ofendido y a los que me puedan hacer daño, de todo corazón". Y ese es, precisamente, el espíritu que ha permanecido en la familia, donde el olvido y el perdón han sido parte del necesario alimento para la reconciliación.
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Beato Luis Belda, ruega por nosotros.
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