Estaba yo sentado en una terraza mientras esperaba por una cerveza fria y ojeaba un libro que acababa de comprar, dejaba pasar este tiempo que se lleva los calores y con ellos el mes de agosto. Se llevaba también recuerdos y nostalgias de gentes y lugares, de personas que se fueron y de lugares que nunca visité.
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Un acordeón comenzó a sonar a mi espalda, el músico tocaba muy bien e interpretó un pot-pourri, o popurrí, si quieren, que me hizo ponerme triste y alegre a un tiempo, taciturno en todo caso. Ya ven, cosas de la edad, supongo.
.Un acordeón comenzó a sonar a mi espalda, el músico tocaba muy bien e interpretó un pot-pourri, o popurrí, si quieren, que me hizo ponerme triste y alegre a un tiempo, taciturno en todo caso. Ya ven, cosas de la edad, supongo.
Empezó el músico por interpretar Cambalache, los sones rápidos e irónicos de este tango me llevó a las aceras tantas veces imaginadas de la calle Corrientes, en un Buenos Aires amado y desconocido, deseado y lejano. Fue un paseo por Avellaneda y por la Boca. Me sorprendí cantando algunas estrofas de este tango inmortal en mi mediocre lunfardo lo que hizo que se alegrara mi espíritu.
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Continuó con algunas canciones de los Balcanes, creo que bien conocidas, como Ojos Negros o las Czardas del italiano Monti, que muchos habrán oído en las películas de Emir Kosturica y que yo recuerdo haberlas oído in situ, hace años, a los gitanos de Vitez o de Istok. Esta tonadilla me recureda siempre a gente que ya no está entre nosotros y me entristece.
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Terminó con una valse musette parisienne, tal vez Sous le ciel de Paris, que me hizo recobrar el ánimo del tanguista. Con este son recorrí las orillas del Sena y me asomé a los escaparates de las librerías del Boulevard Saint Germain, y admiré las sonrisas imaginarias, frescas y descaradas, que me circundaban. Y así terminó este evocador viaje, como si fuera el final de una película de Federico Fellini.
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Cuando el músico se me acercó, con la cara transida de una inmensa pena, a pedirme una moneda, no pude menos que ser generoso, y pagar, a precio de ganga, el viaje rápido, tranquilo y confortable que acababa de hacer por dos continentes, subido en su acordeón. El artista, a quien alabé su estilo, me sonrió agradecido. El precio que pagué fue injusto, lo sé. Sobre todo cuando pienso lo poco que podrá hacer con esas monedas al llegar a casa y ver a sus hijos con quienes espera hacer un viaje de vuelta a casa mucho más penoso, largo e incómodo que el que me hizo disfrutar.
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[La bonita imagen que acompaña este texto ha sido dibujada por Rafa Navarro y se lo he tomado prestado de su blog].
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