Desde que leí, hace años, alguno de sus libros, he sentido una gran admiración por el antropólogo y sociólogo español, Don Julio Caro Baroja, miembro de una larga estirpe intelectual vascongada. Su independencia de criterio le llevó a ganarse la enemistad de casi todos menos de la verdad científica. Su claridad expositiva mediante una prosa rica es, junto a su independencia, lo que más valoro en este hombre íntegro a quien vemos en la foto en la biblioteca de su casa de Vera de Bidasoa.
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El laberinto vasco, es una recopilación de artículos escritos durante la transición en los que adivina los problemas y elebora unos análisis que más tarde se mostraron tristemente certeros. Los temas tratados son variados pero ello no le resta al conjunto del libro su sentido unitario. En los artículos se analiza, por ejemplo, la evolución histórica del sentimiento de pertenecia vasco; los orígenes del popiulismo y la identidad de nacionalismo vasco, nazismo alemán y fascismo italiano, todas ellas con raices decimonónicas rusas; la toponimia vasca y su uso político y falsario, casi fraudulento; y toda una suerte de falsedades que han sido aprovechadas políticamente para obtener ventaja política. A pesar de haber sido escrito hace unos treinta años, entre 1977 y 1988, los planetamientos no han perdido un ápice de actualidad y son un magnífico antídoto contra nacionalistas de todo tipo. Quizás el espíritu de la obra se pueda resumir en dos frases de este libro, en los que marca las distancias con los políticos que trataban entonces y aún hoy siguen, de configurar una historia a su gusto:
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“Si hay una identidad, hay que buscarla en el amor. Ni más ni menos. Amor al país en el que hemos nacido o vivido. Amor a los montes, prados, bosques, amor a su idioma y costumbres, sin exclusivismos. Amor a sus grandes hombres y no sólo a un grupito entre ellos. Amor a los vecinos y a los que no son como nosotros...”
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Entre la gente común corre la idea de que el político es el hombre de las realidades, mientras que el intelectual es un idealista que fracasa, inexorablemente, cada vez que se mete en política. La verdad es que los que más fracasan en política son los políticos, y además se puede añadir que fracasan por dos extrañas razones que son intelectuales: la primera es que poseen o dicen poseer una ideología cerrada que nunca o casi nunca están dispuestos a rectificar. La segunda es que no tienen datos exactos acerca del mundo exterior, y cuando alguno los tiene pueden estar en contradicción con su ideología “oficial”.
Entre la gente común corre la idea de que el político es el hombre de las realidades, mientras que el intelectual es un idealista que fracasa, inexorablemente, cada vez que se mete en política. La verdad es que los que más fracasan en política son los políticos, y además se puede añadir que fracasan por dos extrañas razones que son intelectuales: la primera es que poseen o dicen poseer una ideología cerrada que nunca o casi nunca están dispuestos a rectificar. La segunda es que no tienen datos exactos acerca del mundo exterior, y cuando alguno los tiene pueden estar en contradicción con su ideología “oficial”.
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