viernes, 16 de enero de 2009

As an atheist, I truly believe Africa needs God

A través de mis valientes amigos combonianos, he tenido conocimiento de que el pasado 27 de diciembre, The Times, publicaba un artículo de Matthew Parris, periodista y antiguo miembro conservador de la Cámara de los Comunes, titulado: As an atheist, I truly believe Africa needs God. En él nos cuenta su experiencia africana y su relación con un Dios al que niega, pero en el que, paradójicamente ve la solución de los problemas de Africa. En su texto, se ve la influencia protestante, pero el mensaje es igualmente optimista y aplicable a cualquier religión cristiana. Además, en estos tiempos de ateismo publicitario, reconforta ver como uno de estos descreidos es capaz de reconocer y razonar la grandeza de una Fe. La traducción, lo siento, pero es mia. El original inglés está aquí.
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COMO ATEO, VERDADERAMENTE CREO QUE AFRICA NECESITA A DIOS
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Son los Misioneros y no la ayuda económica la solución al mayor problema africano, la indignate pasividad de la iniciativa de la gente.
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Antes de Navidades regresé tras 45 años al país que conocí de niño como Nyasaland. Hoy es Malawi y The Times Christmas Appeal (solicitud de ayuda navideña de The Times) incluía un trabajo humanitario allí. Pump Aid ayuda a las comunidades rurales a instalar una simple bomba, permitiendo que la gente tenga sus pozos sellados y limpios. Me interesó este trabajo y me fui a verlo.

Esta experiencia me inspiró y renovó mi decaída fe en las organizaciones de ayuda. Pero viajar a Malawi me refrescó también otra creencia: una que he intentado que desaparezca durante toda mi vida, pero que he sido incapaz de evitar desde mi infancia africana. Desvirtúa mis creencias ideológicas y se niega testarudamente a encajar en mi visión del mundo, y ha avergonzado mi idea recalcitrante de que Dios no existe.

Ahora como perfecto ateo, he llegado a convencerme de la enorme contribución que el cristianismo hace en África: totalmente distinta del mundo de las ONG laicas, los proyectos gubernamentales y los esfuerzos de ayuda internacional. Estos sólos no bastan. La educación y el aprendizaje no bastan. En África, el cristianismo cambia los corazones de la gente. Trae una transformación espiritual. El nuevo nacimiento que es real. Un cambio positivo.

Solía evitar esta verdad limitándome a aplaudir -como cualquiera haría- el trabajo práctico de las misiones religiosas en África. Es una pena, diría, que la salvación vaya incluida en esta labor pero los cristianos, blancos y negros, que trabajan en África curan de verdad a los enfermos, ayudan realmente a la gente a leer y escribir, y únicamente los laicistas más radicales podrían ver un hospital o una escuela de una misión y decir que el mundo sería un lugar mejor sin ellos. Yo admitiría que si la fe era necesaria para motivar a los misioneros en su ayuda, entonces, bien; pero lo que contaba era la ayuda, no la fe.

Pero esto no encaja con los hechos. La fe hace más que apoyar al misionero, también se contagia a sus feligreses. Este es el efecto cuya importanacia era tal que no podía dejar de observar.

Primero, la observación. Teníamos amigos que eran misioneros, y cuando yo era niño a menudo me quedaba con ellos; también me quedaba solo con mi hermano pequeño en la aldea africana. En la ciudad trabajaban para nosotros empleados africanos que se habían convertido y que eran unos convencidos creyentes. Los cristianos eran siempre diferentes. Su conversión no la ocultaban y lejos de haberles intimidado, su fe parecía haberles liberado y relajado. Había una vivacidad, una curiosidad, un compromiso con el mundo –una forma directa en su trato con los demás– que parecían ser ajenos a la vida tradicional africana. Estaban orgullosos.

Cuando tenía 24 años, viajando por el continente reforcé esta impresión. De Argel a Níger, Nigeria, Camerún y la República Centroafricana, después, a través del Congo a Ruanda, Tanzania y Kenia, conduje nuestro viejo Land Rover hasta Nairobicon junto con cuatro amigos estudiantes.

Dormíamos bajo las estrellas, así que era importante encontrar cada día cuando llegábamos a las más pobladas e inseguras partes del África subsahariana algún lugar seguro donde pasar la noche. A menudo era cerca de una misión.

Cada vez que entramos en un territorio donde había misioneros teníamos que reconocer que algo cambiaba en las caras de la gente que nos encontrábamos y con los que hablábamos: algo en sus ojos, la forma de acercarse a ti directamente, hombre a hombre, sin bajar la cabeza ni tener la mirada perdida. No se habían vuelto más respetuosos hacia los desconocidos –de alguna forma lo eran incluso menos– pero eran más abiertos.

Esta vez en Malaui ocurrió lo mismo. No encontré misioneros. Nadie se los encuentra en los salones de los hoteles de lujo discutiendo documentos de desarrollo estratégico, como ocurre con las grandes ONG. Pero en cambio, me di cuenta de que un puñado de los más activos miembros africanos de Pump Aid, sobre todo de Zimbabwe, eran, en privado, convencidos cristianos. “En privado” porque la ONG es totalmente laica y nunca dicen nada sobre religión mientras trabajan en las aldeas. Pero se percibían algunas referencias cristianas en nuestras conversaciones. A uno le vi estudiando un libro religioso en el coche. Otro, los domingos, salía hacia la iglesia al amanecer para ir a una misa que duraba dos horas.

Tendía a creer que su honradez, diligencia y optimismo en sus trabajos no tenía conexión con su fe. Pero aunque su trabajo era secular, estaba plenamente influido por lo que eran. Y lo que eran estaba, a su vez, influido por una concepción del lugar que el ser humano ocupa en el Universo que el cristianismo les había enseñado.

Hay una tendencia entre los sociólogos occidentales de plantar alrededor de los sistemas de valores tribales una valla protectora, lejos de críticas basadas en nuestra propia cultura: “es la suya” y por tanto la mejor para “ellos”; auténtica y de un valor intrínsecamente igual para nosotros.

No estoy de acuerdo en esto. Observo que las creencias tribales no son más pacificas que las nuestras; y que además suprimen la individualidad. La gente piensa colectivamente: primero según la comunidad, la familia extendida y la tribu. La mentalidad rural tradicional alimenta la idea del “gran hombre” y la política de gánsters en las ciudades africanas: el exagerado respeto por un líder arrogante, y la, literalmente, incapacidad para entender la idea de leal oposición.

La ansiedad -el miedo a los malos espíritus, a los ancestros, a la naturaleza salvaje a la jerarquía tribal, a bastantes cosas cotidianas- inpregna profundamente toda la estructura del pensamiento rural africano. Cada hombre tiene su lugar y, llamésele miedo o respeto, un gran peso agobia al espíritu individual. Atrofiando la curiosidad. La gente no tomará la iniciativa, no tomará los asuntos en sus propias manos o las llevará sobre sus hombros.

¿Cómo puedo yo, alguien con pie en cada lado, explicarlo? Cuando el turista filosófico se mueve desede una visión del mundo hacia otra, encuentra –en el mismo momento de pasar a la nueva visión– que le faltan palabras para describir el paisaje con la antigua visión. Déjenme intentar un ejemplo: la respuesta dada por Sir Edmund Hillary a la pregunta: ¿Por qué escala montañas? fue “Porque está ahí”.

Para la mente rural africana, esta es una explicación de porqué uno no escalaría la montaña. Está… bien, ahí. Justo ahí. ¿Por qué interferir? Nada se puede hacer con esto. La explicación posterior de Hillary –que nadie más la había escalado– establecería una segunda razón para la pasividad.

El cristianismo, después de la Reforma y de Lutero, con su enseñanza del vínculo personal y directo entre el individuo y Dios, independiente de la colectividad, y sin subordinar a ningún otro ser humano, rompe directamente el marco filosófico-espiritual que acabo de describir. Ofrece algo a lo que agarrarse a los que quieren liberarse de la apabullante mentalidad tribal. Esta es la razón y la manera cómo el cristianismo libera.

Los que quieren que África camine con la cabeza alta en la competencia global del siglo XXI no deberían engañarse a sí mismos pensando que proporcionar los medios materiales o incluso la competencia profesional que acompaña a eso que llamamos desarrollo, traerá el cambio. Primero, hay que sustituir todo un sistema de creencias.

Y me temo que tiene que ser sustituido por otro. Sacar el cristianismo de África puede dejar al continente a merced de la nefasta fusión entre Nike, el hechicero, el teléfono móvil y el machete.

2 comentarios:

Juanma Suárez dijo...

Pues nunca había entrado en este blog (creo), pero quiero darte las gracias por traer este magnífico artículo y tomarte el trabajo de traducirlo. Es verdad que ayuda mucho el que alguien, desde el ateísmo, diga estas cosas...

JORGE dijo...

Como decía Unamuno, hasta los ateos necesitan de Dios, aunque sea para negarlo.

Pero creo que lo más destacado es que las palabras pueden o no convencer, pero el testimonio arrastra. Este hermano ateo al ser testigo del testimonio de estos misioneros, rompe sus paradigmas que quien sabe como adquirió.

Gracias y bendiciones