(Publicado en Revista Arbil nº 69 de mayo de 2003)
Acabamos de comenzar el siglo XXI, aún resuena en nuestros oídos el mensaje mesiánico de algún loco, los cohetes ruidosamente alegres del cambio de siglo, los peores presagios cibernéticos ante el efecto 2000, ahora olvidado. Unos diez años antes, la caída del Muro de Berlín y el fin de muchos años de dictadura comunista en Europa nos hicieron soñar con la kantiana “Paz perpetua”. Fiesta y esperanza con la guerra en los Balcanes de fondo.
Sin embargo, han pasado demasiadas cosas en estos tres años. ETA ha seguido matando tras una falsa tregua. Nueva York, la capital del Mundo, se estremecía y con esa ciudad todos los humanos ante una terrible masacre. Como consecuencia tres guerras se han solapado en Oriente Medio. En Palestina, con más de 50 años, en Afganistán y la más reciente en Irak. Las consecuencias de todas ellas y sobre todo la esperanza que el mundo pone en el nuevo proceso de paz para Palestina, están por ver. De nuevo una extraña mezcla de miedo y esperanza. Sobresaltos y esperanzas así se ha escrito la historia del Mundo desde 1989.
En las sociedades occidentales llegamos a pensar que todo el sufrimiento había terminado, que la caída del comunismo era el “Final de la Historia”. En esa época de esperanza e incertidumbre y sin ser del todo ajenos a todo este cúmulo de cambios nos dedicamos a lo que nos hemos dedicado casi siempre. A progresar.
Decía Don José Ortega y Gasset que la historia y el progreso de la Humanidad no eran sino una larga sucesión de corrección de errores humanos, de rectificación del camino tomado. Así visto, este camino que emprendimos hace mucho y que aún andamos, que es el progreso, nos lleva a otro lugar, del que ignoramos su naturaleza y hasta su nombre. Unos le llaman felicidad, otros ni se plantean hacia dónde van. A la mayoría no les cabe la duda de que el camino es el correcto.
Decía Don José Ortega y Gasset que la historia y el progreso de la Humanidad no eran sino una larga sucesión de corrección de errores humanos, de rectificación del camino tomado. Así visto, este camino que emprendimos hace mucho y que aún andamos, que es el progreso, nos lleva a otro lugar, del que ignoramos su naturaleza y hasta su nombre. Unos le llaman felicidad, otros ni se plantean hacia dónde van. A la mayoría no les cabe la duda de que el camino es el correcto.
En definitiva, Occidente, o sea, nosotros, nos sentimos cada vez más impulsados hacia nuevas cotas de comodidad, ¿qué es el progreso si no la suma de comodidad y ahorro de tiempo?. Si pensamos en la generación que, como yo nacimos en los años 60 y recordamos nuestras infancias y las comparamos con las de nuestros hijos, advertimos unos cambios sustanciales, cambios que no están determinados sólo por el empleo de las llamadas nuevas tecnologías ni por la rapidez de los medios de comunicación. Recuerdo que de niño desde una central telefónica se solicitaba a la operadora una llamada para hablar con alguien que vivía lejos. El mecanismo era complicado, los cortes habituales, en definitiva, no era cómodo. No lo era comparado con lo que tenemos ahora. Si quiero, puedo mantener una videoconferencia en tiempo real con un señor que vive en Australia. Eso si que es cómodo y barato. Aunque quizás nuestros nietos no podrán evitar una sonrisa al escuchar como nos comunicamos en lo que para ellos será el Pleistoceno.
Si. Es un gran logro. Hemos conseguido ahorros significativos de tiempo, podemos hacer infinidad de cosas desde nuestras casas sin el engorro de aguantar funcionarios indolentes y sin hacer colas, podemos manejar nuestra cuenta corriente y comprar de todo desde nuestras cómodas casas. Es el progreso. Este ahorro de tiempo generado por las comodidades nos ofrece algo impensable para nuestros abuelos. Tiempo. Tiempo libre. Ha nacido esa ordinariez llamada “gestión del ocio”, tremenda cursilería que no es otra cosa que hacer que ese tiempo que nos “sobra” lo empleemos en gastar dinero mientras creemos divertirnos. Creemos divertirnos porque “alguien que sabe” nos ha dicho que lo que hacemos es divertido ... de otra forma seguramente no haríamos ciertas cosas.
Los “parques temáticos” o aventuras ilusorias enlatadas. La televisión basura o anestésico para la moral y, lo que es más llamativo, para el buen gusto. Los “deportes de aventura”, que salvo honrosas excepciones no son otra cosa que grandes consumos de adrenalina por parte de jóvenes que necesitan “evadirse” de no saben qué ni de quién y que además carecen de espíritu deportivo. Los viajes organizados, auténticos sucedáneos de la cultura de baja calidad. Los chat de internet, o cómo hacer “amigos” sin arriesgar ni comprometerse. Todas estas técnicas refinadas de “diversión” y otras muchas más son con las que los occidentales rellenamos ese tiempo que el progreso nos regala como auténtica oferta en época de rebajas. El ocio que gran negocio. Se valen del bajo coeficiente moral de las masas para hacer divertido lo absurdo, o mejor dicho para que creamos divertido lo que no dejan de ser entretenimientos que han sustituido al sano paseo, a la conversación inteligente entre amigos o en familia, a la lectura de esos viejos o nuevos libros compendio de buen gusto y sabiduría.
Los efectos perniciosos del progreso han sido múltiples, el apoltronamiento del esforzado hombre occidental, el aumento de su tiempo libre que ha sido rápidamente ocupado por los anestésicos de su conciencia privándole de obrar según los valores que sin duda recibió. Es decir hemos llegado a la hipertrofia del hedonismo. El placer como meta, como única meta. “Moralograma” plano.
Pero no se busca el placer en si, se busca exclusivamente el placer cómodo, por tanto el placer de la lectura, por ejemplo, queda descartado. Además ¿para qué leer? si tenemos emisoras de televisión que “amueblan” nuestro cerebro.
Pero volvamos a Ortega. Este progreso del que disfrutamos con sus efectos colaterales ¿no será un error más de la humanidad de cuya rectificación consigamos un “verdadero progreso”?. ¿No será que los avances tecnológicos contribuyen a matarnos el alma por pura dejadez?.
Como consecuencia de esta dejadez y de este espíritu pusilánime comienzan a verse como algo normal cosas inauditas hace apenas veinte años. El aborto, “conquista imprescindible del progreso” que impulsa sin freno la cultura de la muerte; el banalizar los riesgos que corre la familia, la familia de siempre, origen de la sociedad. La educación que es una opción rara vez elegida y que deja paso a la zafiedad y al mal gusto que se apoderan de Occidente. Las creencias ceden su rincón del alma a las opiniones.
¿Nos estamos equivocando? ¿es el progreso culpable? o simplemente es éste tan rápido que el hombre no es capaz de asimilarlo y decide hacer un alto en su vida interior para dedicarse de lleno al disfrute sin límites de la “oportunidad” que ofrecen los adelantos técnicos.
¿Existe solución para esta situación? ¿Vamos a terminar siendo como los habitantes de ese “Mundo Feliz” que predijo Aldous Huxley? ¿Nos acercamos al imperio del placer sin alma? ¿Es el tiempo de la dictadura de quienes manejan los resortes del hedonismo y con ello dominan a las sociedades “avanzadas”?
Quizás todo lo dicho sea una exageración. No quiero ser pesimista. Estamos a tiempo. Debemos respetar nuestro tiempo y dedicarlo a cosas útiles para nosotros y los demás. Debemos rectificar en el sentido histórico que señalaba Ortega para retomar el camino del progreso necesario y útil sin caer en el utilitarismo. Aprovechar lo bueno que la ciencia y la técnica nos ofrecen, que es mucho, sin matar el alma humana, sin vaciar de contenido nuestras vidas y sin dejar de tener plena conciencia de quiénes somos y hacia donde deberíamos ir.
En definitiva, solamente siendo, como nos encomendó S.S. el Papa a los jóvenes españoles, “Centinelas del mañana”, conseguiremos no equivocarnos, no cometer errores creyendo que seguimos por la senda del “progreso” cuando en realidad seguimos la senda de la autodestrucción.
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