martes, 16 de agosto de 2016

La España vacía de Sergio del Molino

A Sergio del Molino no lo conocía hasta que oí hablar de este libro. Luego ya supe que había escrito varias novelas y que mantenía una colaboración habitual con el Heraldo de Aragón y, desde hace muy poco, también en El País. Un buen amigo, compañero y buen lector, me recomendó este libro lo que me llevó a leer las elogiosas críticas que Julio Llamazares y Muñoz Molina le hacían en la prensa. El libro lleva el explicativo subtítulo de "Viaje por un país que no fue" y ha sido editado, en un cuidado volumen de cerca de 300 páginas por Turner.
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La España vacía es un ensayo, pero no, como indica el autor, un trabajo de investigación o académico, lo que no significa que no haya consultado numerosa y variada bibliografía. El objeto principal de la obra es intentar explicar las causas, circunstancias y consecuencias de lo que llama "el gran trauma" que durante varias décadas de la segunda mitad del siglo XX llevó al campo español a despoblarse. Para ello aprovecha el autor una amplia serie de acontecimientos, como el asesinato de Fago, datos estadísticos, iniciativas políticas u obras literarias y cinematográficas de diversos autores, como por ejemplo, el documental de Buñuel sobre las Hurdes, plagado de mentiras, y que acabó de pieza de propaganda del Frente Popular en la Guerra Civil. 
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Existen varias contradicciones y alguna de sus ideas e interpretaciones son discutibles. Otras parecen adolecer de información certera o sufrir de un sesgo ideológico, como cuando afirma que, para la construcción de pantanos en los años 1950 y 60, la Guardia Civil desalojó a los habitantes de los pueblos a punta de pistola, lo que no es cierto, omitiendo, además, las generosas contraprestaciones que, en forma de casa, tierras y ganado, hizo el Gobierno de la época a cada familia desalojada. Tampoco se citan las tareas de colonización, vinculadas a las nuevas y amplias zonas de riego en Badajoz, Sevilla y Aragón, que en esos mismos años se llevaron a cabo, o al auge del cooperativismo agrario. Finalmente, hay opiniones que son, sencillamente, inaceptables como la comparación entre los carlistas y los regímenes de Irán o el de los talibanes afganos, lo que demuestra que, dados sus profundos sesgos ideológicos, desconoce todo sobre el carlismo, pero además, su ignorancia sobre, por ejemplo, los guerrilleros pashtunes es enciclopédica.
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No obstante, el libro es original y está muy bien escrito. Deja un poso que impulsa a querer saber e investigar más en los porqués y los cómo del "gran trauma". También en las posibles soluciones para que esta situación que afecta al 80% del territorio nacional tome un rumbo diferente y se llegue a una situación que es normal en otros países europeos y que hace del campo un lugar desarrollado y con vida.
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A pesar de los notables errores y los sesgos señalados, el libro sigue siendo de interés y su entretenida lectura deja un balance positivo.

2 comentarios:

José Antonio Martínez-Climent dijo...


Con independencia de la puras sucesiones económicas que expliquen mejor o peor el despoblamiento y el desuso, queda un asunto que según gusto, capricho, creencia o manía no es menor. Que desde las fatigosas desamortizaciones, la revitalización material del agro español ha ido acompañada de un ánimo redentor del paisano que lo habitaba, y con él, por extensión ideológica, de todo español y de toda España.

Lo cierto, cree uno, es que la idea rectora de la modernidad (que todo lo transpirenáico, es por definición bueno y redentor) es nefasta en no pocas ocasiones. Igual que para Ortega Francia era "la bien labrada", ejemplo de pulcritud material donde interesa que triunfe lo material, sabía el Maestro que Europa, con lo de teutón, racional y utilitario que podía traer de bueno, aplicada en dosis irracionales acabaría por disolver al agro español, y con él, siglos de tradición. El escritor Juan Benet no se cansó en sus novelas de describir a cuanta figura rural se encontró por las sierras castellanas y de encontrarles una potencia radicalmente única y radicalmente antimoderna cuya preservación podría (y quizá debía) contrarrestar a esa figura universal que hoy domina; la del urbanita altivo, desarraigado de todo salvo de sus derechos, y ciertamente cursi en su expresión.

El asunto es extenso, no cabe aquí; uno ha tratado de acuñar algo sobre el asunto en su primer trabajo y en algunos ensayos de escaso alcance. Para terminar, cabe señalar que la tan desgastada moneda de la dignidad, de circulación universal, no tiene validez en el campo. Es más, y sobre la línea trazada por un excelente escritor y diplomático, el Marqués de Tamarón, el moderno de hoy detesta profundamente el campo hasta el punto de que lo transforma en urbs al momento de invadirlo. Más aún cuanto más ecologista se dice, trabajando desde su atalaya redentora y legislativa para donde antes había soledad y misterio saturarlo todo de normativa civil e hipocondría estatalizada.

También se puede morir de indignidad; al menos las cosas inanimadas aún pueden. Eso siente uno cuando, pasados veinte años, ha vuelto a ver algunas de las barrancas y oteros donde en la más absoluta soledad pasaba sus mañanas y sus noches de naturalista; ahora están repletos de señales avisadoras de que se puede pisar un guijarro y matarse, carteles enormes con normativa que obliga a mirar donde dice el especialista, no vaya a ser que tengamos ideas propias; señales que erizan encrucijadas donde antes sólo estaba el demonio, que en rigor y de antiguo es quien habita los cruces de caminos. Y quizá lo peor de la destrucción ideológica del campo que se lleva hoy a la práctica sea que se verifica por el mero hecho de la conquista, de la toma de otro bastión, uno más y antiguo, pues a esas legiones de caminantes que hoy cosen cumbres y vaguadas se les daba una higa todo ello hasta que hace sólo unos pocos años se les dijo desde el Estado que salieran a caminar al campo. Como hombres masa de pura cepa orteguiana, se hubieran lanzado desde puentes (que también lo hacen) si esa hubiera sido la moda impuesta, prescindiendo del campo por polvoriento, aburrido y lleno de pulgas.

El Estado, cuando excede su nobles funciones mínimas, vuelve pueril casi todo lo que toca, y así ha ocurrido con el campo, que ahora es jardín de infancia ameno, reglado, bien alquitranado y profanamente desinfectado de misterio. Hasta lo poco que aún queda de peligro (sustituto laico del misterio) está siendo pautado, reglado e higienizado. Es un precio excesivo, una humillación que nada tiene que ver con una cierta modernización de usos productivos que, no cabe taparse los ojos, también trae consigo el germen del futuro con su agria mesura de cambio. Bien pudiera haber sido ese cambio algo menos pueril y policial; pero el modo del futuro que ahora ya es presente rural se nos antoja indigno por carcomer la sustancia agrícola y regurgitar Estado.

Abu Saif al-Andalusi dijo...

Bien cierto es esto que cuenta. Aquí dejo alguna idea muy cercana: http://elbaluartedeoccidente.blogspot.com.es/2016/01/la-dulce-vida-en-el-campo.html
Además, espero hacerme pronto con "La tierra del grajo" para reforzar estas tesis tan mías y tan escasas, a las que siempre regreso.
Gracias.
Abu