Había salido de la villa castellana en que (sobre)vivo sólo unas horas antes, ayer ya de tarde. Allí la lluvia empapaba el aire y el frío, que cortaba los hálitos, se medía en cifras irrisorias de la escala de Celsius.
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El camino que atravesaba hacia el norte la estepa castellana, seca, dura y gélida, poblada de nobles e inútiles castillos y solitarias espadañas no presentaba en su ascética reciedumbre un panorama mejor. El viento y la lluvia azotaba a los últimos peregrinos que iban a Compostela. Mecía también los olmos que jalonan el Duero o los campos, aparentemente estériles, que nos darán el pan el próximo verano y el primer vino en otoño. Y con ambos la Paz.
Esta mañana, en la costa atlántica, cabalgando sobre un recodo de la Ría de Arosa, el sol secaba los charcos de las últimas lluvias, calentaba los fríos rigurosos del pasado otoño y alegraba esta mañana ociosa y bulliciosa, antesala de una fiesta casi siempre ordinaria y un tanto absurda (¿se han felicitado Vds. alguna vez los meses de Abril o las segundas quincenas de Noviembre?).
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Un alto en el largo y gratificante paseo me sorprendió al sol, frente a una breve mesa en la que imperaba una copa de vino, producto de esta tierra gallega que me vio nacer hace demasiados años. El vino, de un color dorado, resultado del duro trabajo de los hombres y de la paciencia de los cosecheros, daba la impresión, ahí metido en su copa, de ser una embajada del sol, un rayo de luz que salió de una botella. Como si el hombre fuera capaz de embotellar el clima que alegra los corazones para poder disfrutarlo en diciembre o en cualquier otro mes cuando las lluvias y el frío son lo habitual. Sé que no es así, pero hoy me apetece pensar que sí es posible, y por eso se lo cuento.
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El camino que atravesaba hacia el norte la estepa castellana, seca, dura y gélida, poblada de nobles e inútiles castillos y solitarias espadañas no presentaba en su ascética reciedumbre un panorama mejor. El viento y la lluvia azotaba a los últimos peregrinos que iban a Compostela. Mecía también los olmos que jalonan el Duero o los campos, aparentemente estériles, que nos darán el pan el próximo verano y el primer vino en otoño. Y con ambos la Paz.
Esta mañana, en la costa atlántica, cabalgando sobre un recodo de la Ría de Arosa, el sol secaba los charcos de las últimas lluvias, calentaba los fríos rigurosos del pasado otoño y alegraba esta mañana ociosa y bulliciosa, antesala de una fiesta casi siempre ordinaria y un tanto absurda (¿se han felicitado Vds. alguna vez los meses de Abril o las segundas quincenas de Noviembre?).
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Un alto en el largo y gratificante paseo me sorprendió al sol, frente a una breve mesa en la que imperaba una copa de vino, producto de esta tierra gallega que me vio nacer hace demasiados años. El vino, de un color dorado, resultado del duro trabajo de los hombres y de la paciencia de los cosecheros, daba la impresión, ahí metido en su copa, de ser una embajada del sol, un rayo de luz que salió de una botella. Como si el hombre fuera capaz de embotellar el clima que alegra los corazones para poder disfrutarlo en diciembre o en cualquier otro mes cuando las lluvias y el frío son lo habitual. Sé que no es así, pero hoy me apetece pensar que sí es posible, y por eso se lo cuento.
1 comentario:
É realmente assim. Obrigada por me relembrares esse mistério...
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