Hay quien asegura que los Estados fuertes están pasados de moda, que las libertades humanas y las diferentes formas de relación no requieren más que de unas pocas normas genéricas y que el "mercado" combinado con una mediana racionalidad son suficientes para que la vida en el mundo moderno siga su curso y se genere la riqueza necesaria para el desarrollo integral de los pueblos y los individuos.
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Hay quien desde otras posiciones sociales o ideológicas justifican la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de salvaguardar los derechos y exija los deberes de todos los ciudadanos. Los países comunistas, el III Reich alemán o la Italia fascista eran, con sus notables matices y diferencias, coincidentes en este punto. Hoy en día, en una perspectiva más modernizada y respetuosa, los sistemas de los países nórdicos son ejemplo de lo mismo.
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Ambos modelos han sido capaces de mantener, con luces y sombras, un estilo de gobierno medianamente eficaz y solucionar algunos de los problemas de los ciudadanos. Por contraposición a estos dos modelos extremos, el ultraliberal y el estatista, se han tratado de crear varias soluciones intermedias, las llamadas terceras vías, que buscan mejorar y adaptar lo mejor de ambos modelos dando, en diferentes ámbitos de la vida social y económica, respuesta con un balance equilibrado entre las dos corrientes. Algunas de ellas, muchas de ellas simples períodos de transición de un modelo a otro, han tenido cierto éxito y han sido capaces de garantizar el desarrollo de la sociedad en su conjunto y la de los individuos en su particularidad. El modelo aplicado en España desde 1956 a 1973 es, por ejemplo, un modelo de éxito y eficacia en este aspecto.
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En estos modelos híbridos se generan a veces disfunciones y crisis que ponen al Estado en una situación de riesgo. En la España de hoy sucede así cuando desde un modelo liberal, pero apoyado por unas instituciones sociales, sanitarias y educativas públicas se perpetúan estructuras paralelas de poder de origen decimonónico y capaces de forzar a la sociedad o de plantear un simple chantaje al Estado. Es el caso de los sindicatos y de otros grupos de presión.
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Acabamos de salir se una situación paradójica en la que un pequeño sindicato que a nadie representa ha puesto en jaque a España como Estado y ha generado caos, pérdidas económicas y desesperación. Podemos pensar que es la rebelión de los yupis que cobrar 30 mil euros al mes, pero que a pesar de no representar a nadie son capaces de poner en evidencia al estado y parar a una nación entera. La realidad es otra.
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Se intenta crear un nuevo modelo de Estado, moderno, nos dicen, donde en cambio se perpetúan los privilegios de unos pocos, en todo caso, los de los sindicalistas.
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Se intenta "generar derechos" mientras que los que disfrutan los españoles dependen en gran medida en su lugar de residencia. Pisoteando además lo de los no nacidos.
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Se intenta entrar en la modernidad y en el futuro "por la puerta grande" mientras se buscan viejas renciilas y se abren heridas ya cerradas para avanzar mirando al pasado y despertando viejos odios.
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En definitiva, el pasado caos aéreo no es más que el reflejo de una deficiente construcción del Estado. Un síntoma más de la incoherencia y la falta de sentido de Estado del equipo de dilettantes que nos dirigen con el supuesto liderazgo de nuestro fracasado Rey Sol, desaparecido estos días, pero aún, incomprensiblemente, a los mandos del zozobrante barco.
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Hay quien desde otras posiciones sociales o ideológicas justifican la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de salvaguardar los derechos y exija los deberes de todos los ciudadanos. Los países comunistas, el III Reich alemán o la Italia fascista eran, con sus notables matices y diferencias, coincidentes en este punto. Hoy en día, en una perspectiva más modernizada y respetuosa, los sistemas de los países nórdicos son ejemplo de lo mismo.
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Ambos modelos han sido capaces de mantener, con luces y sombras, un estilo de gobierno medianamente eficaz y solucionar algunos de los problemas de los ciudadanos. Por contraposición a estos dos modelos extremos, el ultraliberal y el estatista, se han tratado de crear varias soluciones intermedias, las llamadas terceras vías, que buscan mejorar y adaptar lo mejor de ambos modelos dando, en diferentes ámbitos de la vida social y económica, respuesta con un balance equilibrado entre las dos corrientes. Algunas de ellas, muchas de ellas simples períodos de transición de un modelo a otro, han tenido cierto éxito y han sido capaces de garantizar el desarrollo de la sociedad en su conjunto y la de los individuos en su particularidad. El modelo aplicado en España desde 1956 a 1973 es, por ejemplo, un modelo de éxito y eficacia en este aspecto.
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En estos modelos híbridos se generan a veces disfunciones y crisis que ponen al Estado en una situación de riesgo. En la España de hoy sucede así cuando desde un modelo liberal, pero apoyado por unas instituciones sociales, sanitarias y educativas públicas se perpetúan estructuras paralelas de poder de origen decimonónico y capaces de forzar a la sociedad o de plantear un simple chantaje al Estado. Es el caso de los sindicatos y de otros grupos de presión.
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Acabamos de salir se una situación paradójica en la que un pequeño sindicato que a nadie representa ha puesto en jaque a España como Estado y ha generado caos, pérdidas económicas y desesperación. Podemos pensar que es la rebelión de los yupis que cobrar 30 mil euros al mes, pero que a pesar de no representar a nadie son capaces de poner en evidencia al estado y parar a una nación entera. La realidad es otra.
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Se intenta crear un nuevo modelo de Estado, moderno, nos dicen, donde en cambio se perpetúan los privilegios de unos pocos, en todo caso, los de los sindicalistas.
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Se intenta "generar derechos" mientras que los que disfrutan los españoles dependen en gran medida en su lugar de residencia. Pisoteando además lo de los no nacidos.
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Se intenta entrar en la modernidad y en el futuro "por la puerta grande" mientras se buscan viejas renciilas y se abren heridas ya cerradas para avanzar mirando al pasado y despertando viejos odios.
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En definitiva, el pasado caos aéreo no es más que el reflejo de una deficiente construcción del Estado. Un síntoma más de la incoherencia y la falta de sentido de Estado del equipo de dilettantes que nos dirigen con el supuesto liderazgo de nuestro fracasado Rey Sol, desaparecido estos días, pero aún, incomprensiblemente, a los mandos del zozobrante barco.
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