El calor es sofocante, la humedad, densa, el sol, radiante y el aire, claro, transparente, diáfano y limpio, de un azul infinito.
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Desde aquí se puede ver el Mediterráneo de otra forma, el sol se pone sobre un Mar plácido, observado desde Levante, desde la tierra de la que partieron los fenicios hace 5000 años para llegar hasta nuestras costas en el Occidente del mismo mar, el Mare Nostrum romano, ruta de comercio y de guerra, de cruzada y yihad, de Lepanto y VI Flota.
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Esta tierra vió partir a los barcos que desde Damasco enviaban las órdenes a los musulmanes que ocupaban la Península. A estas mismas playas llegaron los ejércitos cruzados para liberar los Santos Lugares. Estas tierras vieron llegar también a los primeros colonos hebreos que se asentaron un poco más al sur.
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En esta tierra, bendecida por Dios y por la naturaleza, se mezclan playas limpias y salvajes con montes nevados, inhóspitos desiertos con huertas verdes y feraces. A cambio, como una maldición, los hombres que pueblan esta tierra han sido dotados, a la vez, con una aguda visión para los negocios y con una ilimitada capacidad de enfrentarse entre ellos.
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Aquí, musulmanes y cristianos, suníes y chiíes, drusos y maronitas encuentran siempre un motivo para enzarzarse en una disputa, a veces comercial, otras veces por la propiedad de unas tierras y siempre para hacerse con un poder, frágil y cambiante, caprichoso y cruel. De una crueldad que ha hecho que demasiadas veces sean las armas las que hablen, a veces para hacer valer los derechos, reales o supuestos, de los habitantes o, la mayoría de las veces, los intereses de otros, de los siempre interesados vecinos.
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Así pasa el tiempo, lento, tranquilo, mediterráneo, oliendo a té y a narguileh; en espera de que alguien acabe con la paz en cualquier momento y con cualquier excusa. Esperando que nuevamente la suerte se burle de ellos, mientras, todos sus habitantes esperan, sosegados, acalorados y más o menos tranquilos a la sombra de los campanarios, a la sombra de los minaretes y, siempre, a la sombra de los cedros.
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Desde aquí se puede ver el Mediterráneo de otra forma, el sol se pone sobre un Mar plácido, observado desde Levante, desde la tierra de la que partieron los fenicios hace 5000 años para llegar hasta nuestras costas en el Occidente del mismo mar, el Mare Nostrum romano, ruta de comercio y de guerra, de cruzada y yihad, de Lepanto y VI Flota.
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Esta tierra vió partir a los barcos que desde Damasco enviaban las órdenes a los musulmanes que ocupaban la Península. A estas mismas playas llegaron los ejércitos cruzados para liberar los Santos Lugares. Estas tierras vieron llegar también a los primeros colonos hebreos que se asentaron un poco más al sur.
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En esta tierra, bendecida por Dios y por la naturaleza, se mezclan playas limpias y salvajes con montes nevados, inhóspitos desiertos con huertas verdes y feraces. A cambio, como una maldición, los hombres que pueblan esta tierra han sido dotados, a la vez, con una aguda visión para los negocios y con una ilimitada capacidad de enfrentarse entre ellos.
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Aquí, musulmanes y cristianos, suníes y chiíes, drusos y maronitas encuentran siempre un motivo para enzarzarse en una disputa, a veces comercial, otras veces por la propiedad de unas tierras y siempre para hacerse con un poder, frágil y cambiante, caprichoso y cruel. De una crueldad que ha hecho que demasiadas veces sean las armas las que hablen, a veces para hacer valer los derechos, reales o supuestos, de los habitantes o, la mayoría de las veces, los intereses de otros, de los siempre interesados vecinos.
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Así pasa el tiempo, lento, tranquilo, mediterráneo, oliendo a té y a narguileh; en espera de que alguien acabe con la paz en cualquier momento y con cualquier excusa. Esperando que nuevamente la suerte se burle de ellos, mientras, todos sus habitantes esperan, sosegados, acalorados y más o menos tranquilos a la sombra de los campanarios, a la sombra de los minaretes y, siempre, a la sombra de los cedros.
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