Desde mi tierna infancia, hace ya demasiados años, de una manera liviana, sutil, nunca directa, me llegaba la idea de que Avilés era el lugar más terrible del mundo para vivir, incluso para sobrevivir. Era una de esas verdades absolutas que nadie dudaba y menos yo que tengo un cuarto de sangre asturiana.
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Lo cierto es que recuerdo haber pasado por Avilés en mi adolescencia y me permitió ver una línea de edificios industriales negros, humo oscuro y maloliente. En definitiva una visión dantesca que no hizo más que confirmar la idea inicialmente inoculada.
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Mi familia asturiana es gijonesa, lo que podría explicar varias cosas. A Gijón, que es una ciudad bien salerosa y agradable, le pasa lo mismo que a Cartagena, Ferrol, Jerez o Vigo: son grandes ciudades industriales y ricas y que se resisten a no ser capitales de provincia. Lo llevan en la sangre y, como consecuencia se producen unos caracteres peculiares, ariscos, levantiscos y que buscan un tercero en discordia a quien despreciar. La Huerta, en general, Santiago, Algeciras o Villagarcía son tan buenos chivos para las ciudades citadas como Avilés lo es para Gijón. Esta es una tesis particular y no demostrada de sociología municipal que les animo a refutar.
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El caso es que hace apenas unos días pasé por Avilés llevado por el interés de Woody Allen, por la atracción de Salinas y su playa, por el Centro Niemeyer y por comentarios laudatorios de personas de todo crédito. Allá fui a romper, si era posible, el mito que sepultaba a Avilés bajo los escombros de más de 50 años de ignominia real o fabulada. Allá fui a retar a una verdad absoluta de mi infancia.
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Y allí estaba Avilés, esperándome. Con sus edificios tradicionales, palacios renacentistas, iglesias románicas, parques cuidados y verdes, animación turística, el mar azul y la industria y el puerto allí, casi rimando con el resto. Al final puedo decir que Avilés es una villa hermosa y noble, bien cuidada y con unos alrededores muy bonitos. Y es que hay verdades absolutas que se mantienen vivas eternamente, pero son muy pocas y nacen de lo Alto. La de que Avilés es un espanto ha fenecido para siempre, felizmente.
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